Por Oscar Collazos
La segunda mitad de la década de los
50 es el breve y decisivo período en que se consolida, de manera irreversible,
el nuevo arte colombiano.
Dispuestos a librar la batalla
de la pintura —escribiría en Semana la crítica Marta Traba, en septiembre de
1959— los artistas colombianos llegaron a las mismas conclusiones que 30 años
antes, habían proclamado los precursores europeos: a) la doble salida del arte
moderno es la figuración y la abstracción: b) abolido su compromiso con la
realidad, la figuración será siempre expresionista, es decir, siempre apoyará
enfáticamente un elemento y hará perder la estabilidad real del cuadro; c) por
aquel mismo divorcio con la naturaleza, la figuración inventará libremente sus
formas y ningún modo será comparable al real.
Destaca Marta Traba nombres
que ya han aparecido en este texto: Alejandro Obregón, Eduardo Ramírez
Villamizar, Edgar Negret, Guillermo Wiedemann y Armando Villegas —entre otros.
Y, sin duda, por la persistencia y pasión con que Traba defenderá y analizará
las obras de Fernando Botero o Enrique Grau es de suponer que también estos
artistas son parte de ese "batallón" que "libra la batalla de la
pintura". Es decir: la nueva pintura colombiana, oscilando ya entre la
figuración antinaturalista y la abstracción, en todos sus grados de expresión.
El año de 1959 no es sólo el cierre de una década. En el caso de
Villegas, a seis años de su primera muestra individual, significa la consolidación
de un estilo personal, reconocible en sus signos, diverso por lo auténtico,
imprevisible por las puertas entreabiertas o entornadas construidas en el
interior mismo de sus obras.
En 1958 Villegas concursa en
el XI Salón de Artistas Colombianos.
Si se examina superficialmente
el catálogo del evento, en cuyas cubierta y contracubierta se reproducen el
primero y segundo premios, se podrá constatar que, en aquel año, el arte
colombiano ha cruzado ya el umbral de la tradición anterior para entrar, con
pleno derecho, en las formas de la modernidad más radical. Si se exceptúa la
obra de Julio Castillo (Niños), pieza en la cual hace una vaga presencia cierto
cubismo lírico, la casi totalidad de los artistas premiados y mencionados en
las distintas "categorías" abandonan la figuración académica para
experimentar en corrientes de otro signo.
Veremos allí las obras de
Judith Márquez, Ramírez Villamizar, Miguel Ángel Torres, Manuel Hernández,
David Manzur, Luis Fernando Robles, Cecilia Porras de Child, Luciano Jaramillo,
Enrique Carrizosa y Samuel Montealegre, todas ellas pugnando por alcanzar un
equilibrio (o decidiéndose radicalmente, como en Ramírez Villamizar) entre el
arte figurativo y el arte abstracto. Sólo las obras de Lucía Uribe y Margarita
Lozano (retrato y paisaje con gallos, respectivamente), parecen ancladas en el
equilibrio tradicional.
No resulta ocioso reseñar este
Salón ni describir su catálogo. En la cubierta, impresa en rudimentaria
separación de colores (fondo azul), se destaca el Primer Premio del Ministerio de
Educación: La camera degli sposi, de
Fernando Botero. En la contracubierta, Azul,
lila, verde-luz de Armando Villegas, que obtiene el Segundo Premio. La
obra de Botero, un claro homenaje a Mantegna, de dimensiones extraordinarias
(200 x 170 cm), mereció adjetivos de desconcierto, según lo reseñaría Marta
Traba en la revista Semana: "extraña", "desmesurada",
"tremenda", "confusa", "incómoda", estos fueron
os adjetivos endilgados por cierta "crítica" a la tela.
De esta forma, la variación a un tema de Mantegna se reducía a la incomprensión. La obra ganadora introducía, en sus desproporciones deliberadas, en el hálito del humor que la recorre y en la sutil irreverencia de algunos gestos, lo que la misma Traba llamó "el feísmo" en la pintura colombiana.
De esta forma, la variación a un tema de Mantegna se reducía a la incomprensión. La obra ganadora introducía, en sus desproporciones deliberadas, en el hálito del humor que la recorre y en la sutil irreverencia de algunos gestos, lo que la misma Traba llamó "el feísmo" en la pintura colombiana.
A falta de otro adjetivo,
Botero perfeccionará su estilo hasta los límites peligrosos del manierismo.
Estaba creando un universo propio, yendo y viniendo de la tradición clásica
italiana a la propuesta menos ortodoxa de la figuración moderna.
La obra de Villegas, en
cambio, estaba en una zona opuesta. Obra abstracta, cuya procedencia cubista
es inocultable, da la impresión de levantarse hacia el espacio superior con los
efectos de construcciones geométricas perfiladas verticalmente como agujas o
torres góticas. La figuración ha desaparecido "casi" del todo. Son
las formas, imbricadas en aquel conjunto de colores que estallan o se
difuminan, resaltan o se empalidecen, los elementos constitutivos de una pieza
que podía haber dado pie a esta nueva "querella de antiguos y
modernos". El límite o medida del cuadro es sólo una convención en un
lienzo que podría reventar hacia dimensiones mayores. No hay anécdota (sí
existe en la pieza de Botero) ni referencia alguna al mundo exterior: aquello
que se pinta es aquello que se imagina en el proceso de la composición; la
unidad se alcanza por la conjunción de formas y colores. Es una realidad —otra—
por decirlo en términos de Michel Tapié.
He aquí, ejemplificado en dos
tendencias, el conflicto enriquecedor de la pintura moderna en la Colombia de
los años cincuenta. Las dos obras son, indudablemente, ejemplos de la ruptura
que se ha operado en el arte colombiano. Que se haya elegido la figuración
"feísta" (o simbólica) de Botero en detrimento (a efectos del premio)
de la abstracción de Villegas, talvez revele algún temor escondido a un arte
todavía no asimilado del todo. Preferimos ver, suspicacias aparte, un fallo
revelador: el academicismo realista o naturalista, la pintura de intenciones
sociológicas acababa de perder la partida.
Al hacer un drástico balance de
las artes plásticas colombianas en 1958, Marta Traba señalaba aciertos,
balbuceos y vacilaciones. Al afirmar que las incursiones en el abstraccionismo
"son verdaderamente lamentables" y "pobres" las de la
figuración, salva, no obstante, las obras de Villegas y Wiedemann, a quienes
les atribuye el sostenimiento de una calidad ya reconocida en años anteriores.
Habrá que esperar a 1959, cuando
Villegas realiza su exposición individual en la Biblioteca Nacional, promovida
por el Ministerio de Educación, para que los juicios de Traba se centren
exclusivamente en esta obra "pionera" que ya ha abandonado las
huellas de la figuración para asumirse como aventura abstraccionista. "Al
hacer desaparecer casi totalmente en esta última fase las estructuras formales
—escribe—, no ha hecho más que dar rienda suelta a sus inclinaciones y se ha
aproximado velozmente al machismo, a la mancha de color que propone un 'dejarse
ir' hacia el sentimiento puro".
Marta Traba señala el carácter
"casi inédito" de esta pintura y pone de presente que, cuando en
Europa se dan señales de decadencia en las tendencias abstractas, "en
Latinoamérica el arte abstracto apenas inicia su camino". Camino que, por
otra parte, encuentra en Villegas un ejemplo con "valores
particulares".
Insistir en las opiniones de
Marta Traba no es exagerado: desde su llegada a Colombia, es "la crítica
de arte" que más cerca está de las nuevas corrientes, exigiendo y
concediendo, polemizando y teorizando, a veces con el acento pasional que exige
todo momento de ruptura. Califica y descalifica, es cierto, pero su propósito
no es otro que el de abrir el más amplio espacio al arte moderno. La respetuosa
y respetable función cumplida por los críticos que le precedieron, empalidece
ante el lenguaje polémico, sustentado en una amplia cultura humanística, que
Marta Traba pone a funcionar en Colombia y, más tarde, en América Latina,
volviendo suya la causa contra el muralismo residual, por ejemplo, el realismo social
y el indigenismo.
Obra de Armando Villegas en