25 años después

Gabriel García Márquez y Armando Villegas, 1979
Por Gabriel García Márquez
En aquella época todo el mundo era joven. Pero había algo peor; a pesar de nuestra juventud inverosimil, siempre encontrábamos a otros que eran más jóvenes que nosotros, y eso nos causaba una sensación de peligro y una urgencia de terminar las cosas que no nos dejaba disfrutar con calma de nuestra bien ganada juventud. Las generaciones se empujaban unas a otras, sobre todo entre los poetas y los criminales, y apenas si uno había acabado de hacer algo cuando ya se perfilaba alguien que amenazaba con hacerlo mejor. A veces me encuentro por casualidad con alguna fotografía de aquellos tiempos y no puedo reprimir un estremecimiento de lástima, porque no me parece que en realidad los retratados fuéramos nosotros, sino que fuéramos los hijos de nosotros mis­mos.
Bogotá era entonces una ciudad remota y lúgubre, donde estaba cayendo una llovizna inclemente desde principios del siglo XVI. Yo padecí esa amargura por primera vez en uno funesta tarde de enero, la más triste de mi vida, en que llegué de la costa con trece años mal cumplidos, con un traje de manta negra que me ha­bían recortado de mi padre, y con un chaleco y sombrero, y un baúl de metal que tenía algo del esplendor del Santo Sepulcro. Mi buena estrella, que pocas veces me ha fallado, me hizo el inmen­so favor de que no exista ninguna foto de aquella tarde.
Lo primero que me llamó la atención de esa sombría capital de 1943, fué que había demasiados hombres de prisa en la calle, que todos estaban vestidos como yo, con trajes negros y sombre­ros, que en cambio no se veía ninguna mujer. Me llamaron la aten­ción los enormes percherones que tiraban de los carros de cerveza bajo la lluvia, las chispas de pirotecnia de los tranvías al doblar las esquinas bajo la lluvia, y los estorbos del tránsito para dar paso a los entierros interminables bajo la lluvia. Eran los entierros más lú­gubres del mundo, con carrozas de altar mayor y los caballos engringolados de terciopelo y morriones de plumones negros, y cadáveres de buenas familias que se sentían los inventores de la muerte. Bajo la llovizna tenue de la Plaza de las Nieves, a la salida de un funeral, vi por primera vez una mujer en las calles de Bogo­tá, y era esbelta y sigilosa y con tanta prestancia como una reina de luto, pero me quedé para siempre con la mitad de la ilusión, porque llevaba la cara cubierta con un velo infranqueable.
La imagen de esa mujer, que todavía me inquieta, es una de mis escasas nostalgias de aquella ciudad de pecado en la que casi todo era posible, menos hacer el amor. Por eso he dicho alguna vez que el único heroísmo de mi vida, y el de mis compañeros de ge­neración, es haber sido jóvenes en la Bogotá de aquel tiempo. Mi diversión más salaz era meterme los domingos en los tranvías de vidrios azules que por cinco centavos giraban sin cesar desde la Plaza de Bolívar hasta la Avenida Chile, y pasar en ellos esas tar­des de desolación que parecían arrastrar una cola interminable de otros domingos vacíos. Lo único que hacía durante el viaje de círcu­los viciosos era leer libros de versos y versos y versos, a razón quizás de una cuadra de versos por cada cuadra de la ciudad, hasta que se encendían las primeras luces en la lluvia eterna, y entonces re­corría los cafés taciturnos de la ciudad vieja en busca de alguien que me hiciera la caridad de conversar conmigo sobre los versos y versos y versos que acababa de leer. A veces encontraba a al­guien, que era siempre un hombre, y nos quedábamos hasta pa­sada la medio noche tomando café y fumando las colillas de los ci­garrillos que nosotros mismos habíamos consumido, y hablando de versos y versos y versos, mientras en el resto del mundo la humani­dad entera hacía el amor.
Una de esas noches, o principios de 1954, y en una reunión de amigos, conocí a Armando Villegas. Lo recuerdo muy bien desde el primer momento, porque el estaba haciendo los mismos esfuer­zos que yo porque nos floreciera un bigote indigente que ni él ní yo nos hemos vuelto a quitar desde entonces, porque parecía tan macilento y mal comido como yo, pero sobre todo porque no pu­de entender cómo era posible que se sintiera en Bogotá como un nativo, mientras yo no tenía un instante de sosiego tratando de encontrar detrás del olor de hollín de las calles el olor de guayabas podridas del Caribe. Sólo lo entendí cuando supe que Armando Villegas venía de Lima, la única ciudad más tenebrosa que la nuestra, donde además no había llovido nunca y donde hacer el amor podía costar la vida.
Sin embargo, por lo que recuerdo mejor la noche en que conocí a Armando Villegas, es porque yo regresaba de mis solitarios festiva­les poéticos en los tranvías, y por primera vez me había ocurrido al­go que merecía contarse. Ocurrió que en una de las estaciones de Chapinero había subido un fauno en el tranvía. He dicho bien: un fauno. Según el Diccionario de la Real Academia Española, un fauno es "un semidiós de los campos y las selvas". Cada vez que releo esa definición desdichada, lamento que su autor no hubiera estado allí aquella noche en que un fauno de carne y hueso subió en el tranvía. Iba vestido a la moda de la época, como un señor canciller que regresara de un funeral, pero lo delataban sus cuer, nos enroscados y sus barbas de chivo, y las pezuñas muy bien cuidadas por debajo del pantalón de fantasía. El aire se impregnó de su fragancia personal, pero nadie pareció advertir que era agua de lavanda, tal vez porque el mismo diccionario la había re­pudiado como un galicismo para querer decir agua de espliego.
Los únicos amigos a quienes yo les contaba estas cosas eran Álvaro Mutis, porque les parecían extraordinarias aunque no las creía, y Gonzalo Mallarino, porque sabía que eran verdad aunque no fueran ciertas. En una ocasión, los tres habíamos visto en el atrio de San Francisco a una mujer que vendía unas tortugas de juguete y cu­yas cabezas se movían con una naturalidad asombrosa. Gonzalo Mallarino le preguntó a la vendedora si esas tortugas eran de plás­tico o si estaban vivas, y ella le contestó:
“Son de plástico pero están vivas”.
Sin embargo, la noche en que vi el fauno en el tranvía ninguno de los dos estaba en su teléfono, y yo me sofocaba con las ansias de contárselo a alguien. De modo que cuando llegué a la fiesta de amigos donde conocí a Armando Villegas, solté la revelación co­mo si hubiera sido una granada de guerra:
“He visto un fauno en un tranvía”.
Nadie me hizo caso, salvo Armando Villegas. Más aun: me contó que en Pomabamba, el pueblecito del Perú donde había nacido, los faunos y las faunas iban con sus crías al mercado los domingos en la mañana, pero en los últimos tiempos se les veía cada vez menos, porque los traficantes alemanes los desollaban vivos para vender sus pieles como si fueran de vicuña a los peleteros de Ham­burgo. Desde ese momento me di cuenta de que Armando Ville­gas y yo no sólo seríamos amigos, sino algo todavía más compro­metedor: cómplices.


Armando Villegas: Guerrero del fauno
Yo trabajaba en la redacción de El Espectador, donde escribía re­portajes de actualidad y notas editoriales frívolas para burlar a la censura militar. Había escrito algunos cuentos que Eduardo Zalamea, mi verdadero papá literario, publicaba en lo primera página del mejor suplemento de artes y letras de la época, e inclusive ha­bía escrito una nota de consagración en la que digo que eran cuentos muy buenos. También sabía que el inolvidable Hernando Téllez le había dicho en privado al ex-presidente Alberto Lleras que yo podía llegar a ser un escritor de los grandes si lograba supe­rar la peligrosa virtud de la facilidad. Pero no era más que eso, en una ciudad donde había demasiada gente que creía ser mucho más.
La pintura en Colombia se estaba restableciendo entonces de los estragos del muralismo mexicano y parecía a punto de naufragar en el pantano de la novedad abstracta, pero ya todos los grandes nombres de hoy estaban disputándose la primera fila. Armando Villegas era quien les enmarcaba los cuadros en la trastienda de una galería, con serrucho y martillo, y se defendía muy bien con su oficio de carpintero anónimo, mientras dedicaba sus pocas horas libres a pintar como lo ha hecho siempre: con la fuerza y la tenaci­dad de un galeote. Sin ser famoso, estaba muy lejos de ser un des­conocido. Lo único que le faltaba era un padrino de peso, y no le hubiera costado ningún trabajo conseguirlo.
 Por eso recuerdo con tanta admiración, y con tanta gratitud, que hubiera tenido la modestia de pedirme que le inaugurara su pri­mera exposición importante en Bogotá. Me quedé muy confundi­do, porque ambos estábamos rodeados de insignes inaugurado­res profesionales, que de veras habían visto la mejor pintura del mundo y tenían sus discursos escritos de antemano con citas en su idioma original clasificadas por orden alfabético para cada oca­sión. A pesar de eso, pensé que el acto de valor civil de Armando Villegas merecía ser respondido con la misma sangre fría, y le con­testé que sí. Aquella fue la única y la última exposición que presen­té en mi vida, y pensándolo bien, el único discurso que he pronun­ciado por mi propia voluntad. Delante de todos los pontífices de la ciudad tuve esa vez los riñones de decir: “Tengo la satisfactoria impresión de estar asistiendo al principio de una obra pictórica asombrosa”. Hice bien en decirlo, porque eso fue hace 25 años, y ahora estoy disfrutando de la satisfactoria impresión de no haber­me equivocado. 


Obra de Armando Villegas en