Por Gloria Inés Daza
Si recorremos el proceso de su
pintura, hasta ubicarnos en el momento presente, vemos cómo cobran vigencia las
apreciaciones varias de los críticos. Villegas no ha sabido sujetarse a
cánones, conociéndolos todos. No ha transigido por las facilidades de oficio o
las propiedades cromáticas de su personalidad plástica. No ha aprovechado el
efectismo de las modas, ni su estricta formación académica. Ha estado
acumulando conocimientos, nutriéndose de investigaciones propias y ajenas, se
ha sumergido en la historia del hombre creador a través de los tiempos, hasta
regresar cargado con sus propios tesoros al pasado, colocándose en igualdad de
condiciones frente a sus antepasados indígenas. Cuando más estrictamente se ha
comprometido con la geometría, o cuando su expresionismo abstracto ha compuesto
un espacio netamente pictórico, renunciando a las estructuras formales,
siempre su inconsciente creador le ha llevado por rutas reminiscentes, en
búsqueda de imágenes, si no ya físicas, sí espirituales.
El animismo, las sensaciones
y las asociaciones, las fuerzas latentes del espíritu, nos han llevado, a
través de su evolución y en los aparentemente distantes pasos de su carrera
creativa, ante su evidente coherencia dialéctica, de hondas raigambres mágicas
y telúricas, de hondas raíces americanas. Porque como dijera Eugenio Barney
Cabrera, en la presentación de su exposición de ensamblajes en el Instituto de
Arte Contemporáneo de Lima en 1966: "Periódicamente, cuando podrían
observarse síntomas de cansancio, o detalles repetitivos, el artista reacciona
contra su propia facilidad y principia otra acción, un nuevo trabajo guiado
por diferentes conceptos, dispuesto a distintas búsquedas. Empero, en estas
constantes experiencias, en esta dinámica de la disciplina, hay algo que
subsiste, que vuelve y regresa o permanece como tipicidad obsesiva; el carácter
ancestral del color, el afluir arterial de las formas, la persistencia de un
mundo que, ciertamente, existe en la raíz que nutre el arte de Villegas. Ese
mundo en evidencia es América. El cálido continente, en su expresión incásica
que, anclado en la sangre del artista como una fijación del inconsciente, toma
forma, color, presencia plástica en su obra".
Sirva lo anterior para
fijarnos en las raíces expresionistas que han nutrido la obra de Villegas,
raíces que propiamente fermentaran uno de los movimientos sintomáticos acaecidos
durante los primeros años de este siglo, como lo fue el surrealismo, el cual
promulgaba, en sus principales manifiestos, el automatismo, el poder del
subconsciente, basándose en las premisas de Freud, en el estudio analítico del
artista y su mundo. En los diferentes estadios de su desarrollo, Armando
Villegas ha demostrado una entrega incondicional y constante a su quehacer de
pintor, manifiesta en el vital inconformismo, en la lucha tenaz para no
acomodarse a ese facilismo, producto de su dominio artesanal, de su sensual
adicción a la materia, del amor por el cromatismo de la pintura. De la obscena
y lujuriante intimidad a que ha llegado con su creatividad, insaciada e
insaciable, Villegas se salva, proponiéndose cada vez metas más altas. Pasando
por su expresionismo abstracto de múltiples facetas y en sus diversas etapas
—collages, ensamblajes, ópticos, muros y murales— a las témperas y a la
pintura del presente, la obra de Villegas, semeja un tumultuoso y denso río,
que jamás se ha salido de su cauce, pero que en su energía sostenida, lo
transforma.