Armando Villegas: Guerrero de los Halcones |
Por Gonzalo Márquez Cristo
(Poeta y narrador colombiano)
La aventura de Armando Villegas es la
del astronauta que decide vivir en la Cueva de Altamira. Su grandioso itinerario
artístico lo llevó de ser precursor del abstraccionismo en Colombia a la imperativa
decisión de poblar con sus abigarradas imágenes ancestrales nuestro despojado espacio
mítico. Que un pintor haya podido erigir con tanta vitalidad un universo
abstracto y otro figurativo —para muchos antípodas—, es sin duda deslumbrante.
A comienzos de los años cincuenta,
cuando el arte colombiano estaba infestado de paisajes, adormilado por
impresionistas tardíos, o sitiado por el indigenismo mexicano, Villegas emprendía
a contracorriente su itinerario creativo habiendo bebido del Cubismo Sintético
de Braque y del Constructivismo soñado en Latinoamérica por Torres García —aquel
gemelo uruguayo de Mondrian quien se esforzaba porque nuestro convulso Sur fuera nuestro norte—. Y así, a su
llegada del Perú en 1951, en la provinciana y fría Bogotá de entonces, optó por
confrontar a ese terrible dios geómetra que rige a los artistas, con un cúmulo
de obras donde la textura era protagónica y el profuso empaste desplegaba un
poderío expresivo jamás visto en el ingenuo territorio —donde la norma era
trabajar superficies lisas y frígidas—, mientras él pretendía instaurar un erotismo
matérico.
Villegas comenzó entonces su
ininterrumpida creación de relieves, que rememoran las improntas de la
arqueología cuando nos reintegra un ser antediluviano; formas que no le hablan
solo a la vista sino también al tacto, por el sólo motivo de haber sido
engendradas en el milenario río del tiempo. Estas telas pintadas en el primer
lustro de los cincuenta, se vislumbraban ya como excepcionales tentativas de
nuestro arte, que intentaban convertir a la naturaleza en una ecuación cromática,
para lo cual trabajó en la recuperación de los tocapus —diseños geométricos incaicos—, fusionados con lo más reciente de las manifestaciones no figurativas contemporáneas.
Luego de un breve paso por su cubismo
iniciático, le debemos al pintor su lúcido adentrarse en el Expresionismo
Abstracto, acudiendo a su rigurosa disciplina que nunca lo abandona y ejercitando
una singular capacidad para captar los acordes del color, que se harán patentes
desde su etapa inaugural, donde un contemplador agudo puede escuchar el movimiento
del agua (como en Muro atornasolado),
adentrarse en los meandros de un cráneo solar (como en Lo etéreo y lo terrenal), y sentir en esa suerte de ciudad sumergida
(que vislumbramos en Galeón) una
música galáctica.
Armando Villegas: Muro atornasolado |
Entre 1960 y 1974, Villegas produjo una
sucesión de obras cenitales —Personajes
secundarios, Escudo insólito o Mapa
cósmico…—, que hoy fortalecen nuestra cosmogonía visual. Pero durante ese
año culminante, inaugura otra vertiente de su ejercicio artístico, y así como
se había obstinado por asimilar las manifestaciones del siglo XX hasta
desentrañar sus más secretos mecanismos expresivos, de pronto, por una suerte
de epifanía, se encontró testimoniando la existencia de unas figuras
fantásticas, de unos apacibles guerreros, que imponen un tiempo onírico:
frágiles seres que lucen protegidos por vistosos pájaros, lirios o demonios.
Armando Villegas: Mapa cósmico |
Estas creaturas que fueron
obsesionándolo porque en ellas habita un misterio insondable, pues a pesar de
su linaje inconfundible siempre son distintas como las nubes, con los años se
fueron haciendo legión, hasta poblar no sólo centenares de sus telas, sino el
imaginario visual del país de la guerra incesante. Y de esta forma, los seres
que combaten en el universo de la magia y no en la más hostil realidad, se han
multiplicado en esa intensa procreación de casi cuarenta años; hasta ser un colosal
ejército como el de terracota, que construyera el emperador chino Quin en la
provincia de Shaanxi —que como nadie lo ha advertido, fue descubierto en ese
mismo año, cuando nacieron los guerreros poseídos por espíritus zoomorfos y
geológicos de Armando Villegas.
El yo es múltiple, pareciera decirnos
Villegas, y sus representaciones masculinas de enigmática dulzura, sus Venus
deleitosas o sus Vírgenes del Maíz, son asistidas por una fauna fantástica. Estas
imágenes consagradas por un barroquismo y un carácter hierático, o mejor, por
su condición meditativa —en el sentido oriental de este término, que alude al
acto de pensar a la deriva: sin un centro preciso— permiten que sus cuerpos adheridos
a árboles atormentados o a flores alucinantes sean visitados con frecuencia por
el único pájaro que no soporta el cautiverio, aquel que defiende la libertad a
costa de su vida: el colibrí.
Armando Villegas: Yelmo para un viaje submarino |
Pues estos guerreros se vislumbran libres
como las figuras del sueño, reveladoras de una extraordinaria simbiosis, de una fusión de realidades —y
no mediante una metamorfosis como lo
ha sostenido la crítica—; son las representaciones que complementan nuestro
destino imaginario. Para ser más exactos, Villegas no pinta las imágenes del sueño
sino su estructura arquetípica, aquello que se manifiesta en su más alta
posibilidad simbólica, porque tal vez lo que se ha propuesto secretamente, es
el retorno del sueño, pero no como una científica exploración de los deseos,
sino como videncia. Y en consecuencia estos engendros conformados por su
onirismo y sus fuerzas más íntimas, son expuestos como nosotros, a un tiempo
que no sólo nos ha arrebatado los dioses, sino también los demonios y nuestros ídolos
protectores.
Si el espectador se acerca a uno de
estos cuadros compuestos por sustracción más que por adición cromática, provenientes
de una cielo rectangular negro; a sus figuras de ojos inmensos que parecen soñados
por la belladona, coronadas con pájaros vegetales, y elaborados con cuchillas
más que con pinceles, advierte una extraña incandescencia, y lo visita el
colorido de los tejidos de la cultura Paracas que el artista ha incorporado en
su fabulario plástico desde su infancia andina. Lo he visto pintar algunas
veces observando sobre su hombro y sé que la elaboración de estas obras, se
asemeja en algo al proceso de la escritura automática de los surrealistas,
técnica que propusieron para develar el inconsciente, y también que es similar
a la representación de las visiones de los viajeros de algunas plantas sagradas
como el yagé, donde el sueño es tan vigilado como vigilante. Por eso sería
oportuno reiterar: ¿no es la necesaria sublevación del sueño lo que propone
Villegas en su arte figurativo?
Toda crisis de la imaginación antecede
a una explosión barroca. El desbordamiento estético que en América Latina
brilló en la Colonia aún sigue encontrando cultivadores excelsos donde su
exuberancia se hace imprescindible y visceral. Y aunque este estilo prexiste a
su eclosión en el siglo XVII, también se renueva en nuestro tiempo distante de
su intención original decorativa, y próximo a una elaboración más esencial,
cada vez que un artista de linaje atemporal decide invadirnos con su ejército fantasmagórico,
y asistiendo a sus creaciones —como en el caso de Villegas— con una
avasalladora grandeza.
En la selva visual que ha construido
cuando realiza su figuración, es fácil advertir las cuidadosas texturas legadas
por el ejercicio inicial del abstraccionismo, y claro, por ese tributo a sus
raíces, cuando pareciera evocar los vestidos de las muñecas de la cultura
Chancay o los trajes de las bailarinas de Ancash, que conoció en su infancia en
Pomabamba, mientras verbalizaba el mundo en quechua, su lengua materna. Y si
miramos con atención estos óleos de guerreros indefensos o sus sublimes peces fósiles,
creemos estar ante una pintura tallada, o mejor, frente a una sutil escultura
en lienzo, siendo víctimas de un artilugio singular.
Armando Villegas: Pescadonte |
Brueghel, El Bosco, Blake, Goya y
todos los genios de la alucinación, son pioneros del camino trasegado por nuestro
pintor durante seis décadas, con la diferencia de que los seres tristes de
Villegas no conocen el horror ni la destrucción como las creaturas de sus
predecesores, y además, de que son múltiples, que retoñan como un árbol, y se
funden en forma impasible con poderosos felinos o perturbadoras hechiceras. ¿No
será que estos guerreros, como lo he pensado desde que vi por primera vez uno
de sus lienzos originales, poseen algún secreto impronunciable, pues de no ser
así por qué existe siempre en ellos, como en las obras de los alquimistas, una invitación
al silencio? O para ser más específicos: ¿no está allí, en el supremo acto de
callar, su enseñanza misteriosa?
Armando Villegas: Sacerdote del silencio |
Muchas veces he sentido al acercarme a
algún integrante de su bosque de gladiadores rituales, el paso rumoroso del
tiempo. Cuando se contempla una de estas obras que privilegian lo erosivo,
tenemos la impresión de que algo ocurre sobre su superficie, y que cada vez que
emprende un trabajo toma esa nave temporal que se llama memoria, en búsqueda de
un mito de fundación.
¿Es su arte una emboscada de la luz? ¿O
si no por qué produce tanta luminiscencia y parece estar más cerca a nuestros
ojos, como puede advertirse al colgar una de sus obras en una pared con cuadros
de otras autorías?
A mediados de los años ochenta regresó
a lo no figurativo que le había abierto un mundo cósmico, pero esta vez con
técnicas mixtas, y realizó collages sobre cartón o yute, integrando elementos cotidianos
de esta sociedad de voracidad consumista, para terminar construyendo piezas con
la inocencia que a comienzos del siglo XX, expresara el pintor suizo Paul Klee.
Ensambló entonces algunas de extraordinaria belleza, como Ícaro, Vigía y La luna no es
de plata, múltiple consagración de su abstraccionismo revisitado.
El artista fue por el futuro y
encontró primero el barroco colonial, hasta llegar al pasado totémico, y allí
se fortaleció su tentativa de sacralizar el mundo. Hace unas décadas, este
hacedor de formas figurativas y abstractas, ha adicionado a su espectro
estético el prodigioso atributo de ritualizar objetos, y usando materiales diversos,
como semillas, corchos, latas, ha construido más de mil tótems, la mayoría de
gran fragilidad, en su empeño por convertir la basura de nuestra industriosa
sociedad en un artilugio mágico —como la poesía.
Villegas sabe que si el hombre quiere
sobrevivir en este planeta profano, necesita de una refundación de lo sagrado,
y por eso su nostalgia chamánica es insaciable. Su obra no invoca un movimiento
externo, sino algo mucho más complejo, el llamado del devenir, del roer de los
segundos, y en las superficies lanceadas de sus óleos y en la elementalidad
primigenia de sus fetiches, de apariencia milenaria, capta los pasos de ese
felino invisible que llamamos tiempo.
Y como un sacerdote del silencio
realiza su infatigable y laborioso trabajo para que la pintura vuelva a ser
sueño, magia, mito… Para que el individuo vuelva a ser mineral, vegetal, animal;
una criatura poblada de espíritus… Lúcida tenacidad la de un hombre que eleva
su expresión sin olvidar jamás lo elemental, que viaja al porvenir del arte sin
prescindir de sus inmemoriales orígenes, y que hace un par de años, cuando culminábamos
una entrevista, se adhirió sin condiciones al pensamiento de Sigmund Freud que
pareciera resumir también su pródiga existencia: “He sido un hombre afortunado
en la vida, pues nada me fue fácil”.
Bogotá,
2012
©
Gonzalo Márquez Cristo